290 años después, siguen intentándolo

290 años después, siguen intentándolo
Los intentos de trocear la lengua catalana por parte española no son nuevos. Puede que con el gobierno del Partido Popular adquirieran mayor virulencia en estos últimos años, pero constituyen un ataque recurrente cuyo origen se remonta a la Instrucción Secreta que el fiscal del Consejo de Castilla, don José Rodrigo Villalpando, transmitió a los corregidores de Cataluña el 29 de enero de 1716. La derrota de la nación catalana, en 1714, ante las tropas de Felipe V tuvo, como sabemos, gravísimas consecuencias. No sólo significó el fin de las libertades y de la soberanía política de Cataluña, también supuso la persecución implacable de su identidad, de su lengua y de su cultura. Una identidad, lengua y cultura que, 290 años después, continúan siendo satanizadas sistemáticamente cada vez que un hecho puntual las lleva algo más allá de la reserva folklórica en la que España las ha confinado.


Los intentos de convertir el catalán del País Valenciano en una lengua diferenciada del catalán del Principado responden a ese objetivo. Puede que tal absurdo provoque hilaridad en el ámbito científico, pero a juzgar por el silencio que guardan sus más insignes representantes no parece que les preocupe demasiado. Una lengua, sin embargo, es mucho más que una herramienta de comunicación -de ser así, a ningún país le importaría perder la suya y adoptar el inglés como herramienta común-, una lengua constituye por sí misma la expresión de una identidad netamente diferenciada. Es, para entendernos, la prueba de una existencia con suficiente personalidad para adoptar una actitud propia ante la vida, al margen de la de las existencias vecinas. Esa es la razón por la cual se minorizan las lenguas políticamente débiles, porque con su desaparición no muere tan sólo un elemento externo de identificación sino porque también lo hace la conciencia nacional de sus hablantes. Y ese es el objetivo español en lo que atañe a la lengua catalana: eliminar para siempre la prueba más clara de que Cataluña no es España y de que los catalanes no son españoles. Si Cataluña fuese España, ¿qué duda cabe que su lengua –la propia, no la impuesta- sería el español? Y si los catalanes fuesen daneses y los españoles franceses, ¿no sería la lengua de los primeros el danés y la de los segundos el francés?

España sabe muy bien estas cosas, pero no puede admitirlas porque ello, consecuentemente, la obligaría reconocer el derecho inalienable de Cataluña a dirigir su propio destino; y Cataluña, según España, no tiene destino más allá de la nacionalidad española.

Así las cosas, no es extraño que todo aquello que proyecta al mundo la nación catalana –la oficialidad de su lengua en las instituciones europeas, el rango de su policía como policía Schengen, las selecciones nacionales o la tregua territorial de ETA- cause un profundo malestar en España. Y es que si hay algo que ese país no puede soportar es la visión de la realidad, la irrebatible realidad de la existencia nacional de Cataluña. Por eso su ministro del Interior, José Antonio Alonso, pronuncia sin rubor frases como ésta: “La Europa que queremos construir con la nueva Constitución será la de los Estados o no será.” Pues bien, no será. No lo será por la sencilla razón de que no se puede imponer una unidad contraria a los derechos de una parte de los unidos. Y en estos momentos en Europa hay unos 50 millones de personas que no ven respetados sus derechos nacionales.

La prohibición de usar la lengua catalana (o la vasca) en el Parlamento europeo, negándole la oficialidad, se está volviendo poco a poco en contra de los propios legisladores. El bochornoso espectáculo que su presidente, José/Josep Borrell, y su vicepresidente, António Costa, ofrecieron días atrás en Estrasburgo negando el uso de la palabra a Bernat Joan, diputado de Esquerra Republicana de Catalunya, quedará para siempre en los anales de la cámara parlamentaria. Fue patético ver al catalán Borrell ordenando al portugués Costa que prohibiese a Joan hablar en su lengua, y a Costa obedeciendo sin apercibirse de que la lengua en la que Joan hablaba no era catalán sino alemán. Con lo cual, lógicamente, la prohibición indignó a los diputados alemanes que, solidarizándose con Joan, protestaron e hicieron sonrojar a Costa, que acabó disculpándose.

Que la lengua catalana, séptima lengua de la Unión Europea, tenga un rango inferior al maltés por el mero hecho de no tener Estado ya describe perfectamente la Europa elitista y excluyente que los nostálgicos de un pasado imperial están construyendo. De modo que la intención política de partir en dos el catalán es consecuente con la política radial practicada por Madrid desde el franquismo con el fin de reducir el peso específico de los Países Catalanes. De ahí la aproximación de Madrid al País Valenciano efectuada por el PP y el PSOE, tanto en infraestructuras de transportes y comunicación como en la voluntad de convertir Alicante en playa y balneario madrileños. Con ello se consiguen dos cosas: desmembrar la nación catalana y reducir los catalano-parlantes valencianos a una simple peculiaridad antropológica. El Principado tampoco queda exento de esta política nacionalista española. Esa es la razón de ser de los peajes: hacer que a un catalán le resulte mucho más caro circular en coche por el interior de su país o en dirección al País Vasco que hacerlo en dirección a España. Y es que no hay nada tan inmovilizador como las fronteras psicológicas interiores. Así de perverso es el lavado de cerebro que España practica en Cataluña, así son las colonizaciones actuales: sin guerras, sin muertos, sin sangre. ¿Para qué, pudiendo hacerlo bajo el disfraz del progreso y la democracia?

Berria , 5/10/2004 (euskara)
Nabarralde , 6/10/2004 (español)