La ikurriña de Leitza

La ikurriña de Leitza
El pasado 30 de abril estuve en Leitza y fui testigo de la colocación de dos ikurriñas en la casa consistorial, una en la parte superior del edificio y la otra en el balcón, junto a las de Nafarroa y Leitza. Fueron leitzarras quienes llevaron a cabo la acción como preámbulo de la manifestación que tuvo lugar unas horas después para reivindicar que se respete la decisión que el Pleno adoptó en 1997, en el sentido que la ikurriña ondeara permanentemente en el Ayuntamiento. Aquel Pleno, además, no hizo otra cosa que reafirmar políticamente algo que, al fin y al cabo, a pesar de las reiteradas incursiones de la Guardia Civil, ya era una realidad desde 1976: la presencia de la bandera nacional vasca en la sede del gobierno municipal. Por eso llama la atención que sea precisamente una fuerza como Aralar, que dice defender los derechos nacionales de Euskal Herria, quien, retirándola, haya actuado con la misma diligencia que la Guardia Civil.

Es cierto que existe un requerimiento judicial según el cual se advierte al alcalde que si no cumple lo establecido por la Ley de Símbolos de Nafarroa se expone a medidas penales por desacato, pero también lo es que esa Ley fue impulsada en marzo de 2003 por UPN, una fuerza que es hija ideológica del franquismo. No se entiende, por lo tanto, que Aralar sea tan escrupulosa en el cumplimiento de una legalidad de raíz dictatorial y tan indiferente a la voluntad democrática y mayoritaria de la población. Es realmente escandaloso que transcurridos treinta años desde la muerte del padre espiritual de UPN, el partido de Miguel Sanz, una fuerza residual en Leitza, pueda permitirse la persecución de la bandera que simboliza no sólo la lucha antifranquista sino también la libertad de Euskal Herria.

Tiene razón Aralar cuando recuerda que la ley anterior, aprobada en 1986, no prohibía específicamente la colocación de la ikurriña y que fue Miguel Sanz quien propuso la supresión de las subvenciones a los ayuntamientos que la izaran. Esta medida, finalmente, no triunfó y se establecieron castigos para los alcaldes de los consistorios que desobedecieran los requerimientos judiciales. Así es la legalidad vigente. Pero Aralar debe saber que una cosa es la legalidad y otra la legitimidad, una cosa es la ley y otra la justicia. Y la prohibición de la ikurriña en un territorio de Euskal Herria será legal pero no es justa. Con lo cual toda subordinación a esa prohibición, por muy grande que sea la amenaza, carece de sentido. Nada debe ser más importante para un alcalde que la opinión de sus ciudadanos, y los ciudadanos de Leitza ya se han pronunciado sobre la bandera de Euskal Herria. Se pronunciaron pacífica y democráticamente a través de las urnas y sus votos fueron ilegalizados por el sólo hecho de defender ideales desafectos al nacionalismo español. Lo dice el ministro José Bono: "A la gente que no ama a España se la debería enviar...". Asustado, quizás, ante sus propias palabras, no osa terminar la frase, pero ya ha revelado mucho más de lo que deseaba.

José Bono, que comparte con UPN no sólo la nostalgia de un pasado reciente sino la voluntad de dilatarlo hasta convertirlo en presente, es un abanderado vocacional de los principios fundamentales del negacionismo franquista: no existe la nación vasca, no existe la nación catalana, no existe en el Estado español más bandera nacional que la bandera de España. Y es que hay algo que no se dice -no sería políticamente correcto-, pero que marca un abismo psicológico entre España y las naciones catalana y vasca. Me refiero a la incompatibilidad natural de sus respectivas banderas. Para la primera, la simple visión de la ikurriña o de la senyera supone la constatación de un fracaso imperial, la frustrante imposibilidad de españolizar unas naciones geográficamente más próximas que las que en su día sometió en ultramar; para las segundas, la enseña española evoca algunas de las taras más deleznables de la naturaleza humana: el afán de dominación, el desprecio por la identidad del otro y la destrucción de su lengua y cultura. Estamos hablando, pues, de símbolos demasiado antagónicos para que puedan compartir el balcón de un mismo ayuntamiento sin despertar sentimientos opuestos.

El fin de la guerra de banderas, consecuentemente, queda condicionado a la recuperación de la normalidad política de las naciones subordinadas. La dignidad nacional de los vecinos de Leitza no va a consentir que nadie, y menos un alcalde euskaldun, ceda a las presiones españolas y retire de la casa consistorial precisamente la bandera que debería ondear más alto de todas: la bandera nacional de Euskal Herria. Patxi Sáenz, alcalde de Leitza, no debería invocar al fantasma del miedo insinuando que el gobierno municipal podría caer en manos de UPN, ya que alguien podría pensar que ama más la alcaldía que los derechos de su país.

En Catalunya se viven constantemente situaciones similares y su desenlace siempre está en función del código ético que rige en cada municipio. Ramon Llumà, ex-alcalde de Solsona, se hizo famoso por su negativa a colgar la bandera española en el Ayuntamiento. Cuando las autoridades españolas le instaban a ponerla, su respuesta era siempre la misma: "Está en la tintorería". Más recientemente, la alcaldesa de Ripoll, Teresa Jordà, se ha negado a colgar la bandera de España en el consistorio desobedeciendo los requerimientos del Tribunal Superior de Justicia con esta respuesta: "La bandera de Catalunya y la de Ripoll son las dos únicas banderas con las cuales se identifican los ciudadanos".

No se entiende que Patxi Sáenz, desoyendo la opinión de sus vecinos, prefiera convertirse en cómplice indirecto de la legalidad injusta que sataniza la ikurriña en Nafarroa. El alcalde de Leitza debería saber que la desobediencia cívica ante la ignominia es el arma más poderosa con que cuenta un demócrata lo bastante sabio para no caer en la compleja trampa de la violencia.

Berria , 17/5/2005 (euskara)
Nabarralde
, 18/5/2005 (español)
victoralexandre.cat , 21/12/2006 (catalán,
euskara, español)