Patologia de la autoflagelación
Un claro ejemplo de la excavación y exhibición de las miserias catalanas –las españolas son materia prohibida- lo encontramos en La veritat no necessita màrtirs (La verdad no necesita mártires), un libro publicado por el grupo editorial del diario El Mundo. Se trata de un premeditado vómito de 400 páginas sobre la figura de Lluís Companys, el presidente catalán asesinado, cuyo autor se defiende aduciendo que "no dice nada que otros autores no hayan dicho ya". Curiosa e insolente manera de vender libros, ¿no le parece al lector? Nos cuenta, el denigrador, que Companys era alcohólico, mujeriego, inculto, ególatra, oligofrénico, mal abogado, y, en definitiva, un buscador de gloria que debería estar agradecido a los nazis porque fue gracias a ellos que Franco, ejecutándolo, le permitió entrar en la historia. ¿Puede un catalán escribir algo más repugnante? Realmente, hay que estar muy enfermo de autoodio para masturbarse así. Puestos a buscar claroscuros humanos, ¿por qué no nos habla el denigrador de los suyos propios? ¿Por qué no confiesa honestamente el conocido odio visceral que siente hacia Companys y hacia Esquerra Republicana? Convertido Companys en un escupitajo, me pregunto cuánto tardará el denigrador en obsequiar al mundo con una nueva revelación. Por ejemplo que el presidente Francesc Macià era impotente, halitósico, aerofágico, padecía de incontinencia urinaria, le sudaban las manos y le olían los pies. De ese modo, parafraseando a su editor, veríamos a Macià "con mayor nitidez, desde una vertiente humana y no tan mítica".
Me parece altamente positiva la búsqueda de la verdad cuando hay nobleza en la idea que la promueve, cuando esa búsqueda no es una coartada para la calumnia y cuando el narrador no ha condenado a su personaje antes de escribir la primera página. Cuando las intenciones son otras, el resultado carece de rigor y el libro se convierte en un burdel de palabras. Y eso es lo más patético, que dicha contorsionada autofelación, aparte de no aportar absolutamente nada a Cataluña, coincide en objetivos con el nacionalismo español: la ridiculización de los referentes catalanes y el desarme moral frente a la hegemonía española. Estas sibilinas operaciones también se dan en Euskal Herria. La táctica consiste en tildar de radicales a quienes más desinhibidamente viven su identidad catalana o vasca. "Odian a España y la culpan de todo", es la acusación más frecuente que desde el regionalismo se hace al independentismo. Pero el regionalismo se equivoca, porque confunde la autoestima –justo lo que a él le falta- con el odio a un tercero. Y es que nada molesta más al pusilánime que la desinhibición del resoluto. Mientras el primero se entrega a la autoflagelación, el segundo concentra toda su energía en la libertad. Mientras uno busca la manera de acomodarse en la celda, el otro estudia la manera de salir de ella.
Otra máxima del buscador de flatulencias es que un país no debe esperar a ser independiente para destruir sus referentes, ya que "las críticas más sangrantes de Francia o de Inglaterra las han hecho franceses e ingleses, respectivamente". ¿Y cuándo las han hecho –cabe preguntarle-, antes o después de ser independientes? Curiosa, cuando menos, la comparación de la Cataluña estatutaria con dos de los estados más importantes de Europa. Abrumado por el alto nivel de la argumentación, temo plantear una cuestión tan simple: ¿puede ser tan estúpida, una colectividad, como para no comprender que la destrucción de sus referentes conlleva la asunción de los ajenos?
Lo más hilarante es cuando el flagelador de cadáveres dice que no se enfrenta al rey de España porque no le interesa. ¿No le interesa mantener de su propio bolsillo un referente español esencialmente antidemocrático? ¿No le interesa o no tiene valor para enfrentarse al artículo 56 de la Constitución española según el cual "el rey es inviolable y no está sujeto a responsabilidad"? Justo lo contrario de Companys, que asumió sus responsabilidades hasta el final.
En todo caso, la victoria del dominador es imposible sin la colaboración del denigrador. Juntos consiguen dos cosas: una, que el dominado se avergüence de sí mismo convecido de ser un ejemplo para el mundo; y dos, que no se dé cuenta de que la independencia es una consecuencia de la madurez no de la estupidez. Por eso, mientras los pueblos adultos devienen estados independientes, el denigrador se dedica a despreciar a quienes le recuerdan todo cuanto el suyo fue. Eso explica por qué no hay sitio para las personas íntegras y desacomplejadas en el seno de un pueblo vencido y desnaturalizado.
Berria , 25/1/2007 (euskara)
Nabarralde, 25/1/2007 (español)
El Triangle , núm. 816, 26/2/2007 (catalán)